lunes, 19 de abril de 2010

Las Poquianchis



Francisco Macías
LA PRENSA

En esta ocasión le platicaré, amigo lector, acerca de una historia que impactó a la sociedad a principios de los años 60. Se trata de uno de los casos más fuertes en materia de explotación de mujeres, en aquella época, debido a la crueldad con que se cometían crímenes contra jovencitas. Seguramente ha oído usted hablar de “Las Poquianchis”, apodo que se le dio a cuatro hermanas, dueñas de burdeles y protagonistas de las más aberrantes páginas del crimen en México.
Delfina, María de Jesús, Carmen y María Luisa González Valenzuela levantaron un imperio mediante el tráfico de mujeres, algunas casi niñas, a las que prostituían en sus tugurios. Gracias a que una de ellas, con muchísima suerte, logró escapar de las garras de sus captores y denunció la vida de horror a que era sometida, las autoridades descubrieron una escena inmisericorde en la que quedó de manifiesto el infernal trato de estas mujeres, así como corrupción y venta de menores, secuestro, torturas, homicidios, sepelios clandestinos, desaparición de recién nacidos, sobornos, etcétera.
El caso de “Las Poquianchis” puso en el mapa mundial de aquellos años a los pueblos San Francisco del Rincón, Guanajuato y El Salto, Jalisco, donde nacieron las cuatro hermanas, quienes asociadas en el bajo mundo del lenocinio, recorrieron ciudades, pueblos y hasta rancherías para ofrecer, incluso a modo de caravana sexual, su “fresca mercancía” a campesinos, soldados, policías, y a quien solicitara sus servicios. María de Jesús era la encargada de subir a varias de las prostitutas en camiones de redilas y las enviaba a los lugares donde eran requeridas. Cualquier cuartucho o el campo mismo eran propicios para “atender a los necesitados”.
Isidro Torres y doña Bernardina Valenzuela se conocieron cuando él comenzaba a olvidar su oficio de arriero (repartía maíz, piloncillo y carbón de madera en Jalisco y Guanajuato). La se–ora parecía orgullosa de su compañero, entonces flamante elemento de La Acordada, antigua corporación policiaca que en la época de Porfirio Díaz atrapaba a asaltantes de caminos. Se sometía a los delincuentes a juicio sumario y eran fusilados o ahorcados en el lugar de la aprehensión. Don Isidro cometió abusos al amparo de su cargo, mató a tiros a un hombre inocente con el que tenía viejas rencillas. Empezó la huida con su familia, ocultándose bajo el nombre de Andrés González y regresando a su antiguo trabajo en el campo. Ese apellido lo heredaron sus hijas Delfina, María de Jesús, Carmen y María Luisa, quienes desde peque–as se las ingeniaron para burlar la severidad paterna y sostener efímeros romances que las encaminaron hacia su perdición.
Delfina fue la más ambiciosa, desde muy joven se dio cuenta que podía hacer dinero fácil. Dejando a un lado sus escrúpulos de mujer honesta, abandonó la casa paterna y en 1938, con la herencia que le dejaron sus padres al morir, estableció una cantina con meseritas cariñosas, que se ofrecían a los parroquianos junto con las copas, en El Salto, Jalisco.
Pronto se mudó a Lagos de Moreno, en el mismo Estado, a modo de expandir su negocio e instaló un tipo de motel con sucios y malolientes cuartuchos para los amantes furtivos que buscaban un momento de privacidad y cama. El local dio el éxito esperado y Delfina, astuta y de mente siniestra, condenó a sus jóvenes empleadas al encierro forzoso.
Comenzó así una vida de esclavitud y maltratos para las jóvenes, algunas de ellas casi niñas. Delfina vendía todo lo que necesitaban las prostitutas, desde ropa, calzado, maquillaje y comida. El burdel fue bautizado entonces como “Guadalajara de Noche” y hasta pagaba impuestos a Hacienda. Carmen, otra de las hermanas llevaba la contabilidad del lugar, ya que “era muy buena con los números”.
Delfina tenía un hijo, Ramón Torres González, “El Tepo”, quien supervisaba a las jóvenes prostitutas que llegaban al negocio, algunas atraídas con engaños para trabajar como meseras y otras secuestradas de los pueblos. “El Tepo” también controlaba la seguridad en el burdel, cuidando que los clientes no armaran trifulcas que llamaran la atención de las autoridades. Con los recursos obtenidos Ramón comenzó a contrabandear automóviles americanos.
El local se había convertido ya en un garito de lenocinio y abusos. Los rumores de cómo operaba el burdel incomodó a mucha gente y las autoridades acudieron a clausurarlo. Delfina no estaría dispuesta a perder lo obtenido. Le aterraba la sola idea de volver a la pobreza. Su hijo tomó un fusil y enfrentó a los agentes. “El Tepo” fue acribillado ante la mirada de su madre, quien despuÉs buscó venganza y mandó matar a los asesinos de su hijo.
Regresaron a Guanajuato con el dinero ahorrado. Para entonces las otras hermanas ya se habían sumado al negocio para crecer la “empresa familiar”. En ese Estado la prostitución no estaba prohibida y María de Jesús halló un local en León, el cual bautizó como “La Barca de Oro”, pero los lugareños optaron por llamarlo “El Burdel de Las Poquianchis”. El apodo se debe a que el dueño de la cantina que regenteaba María de Jesús era un homosexual conocido como “El Poquianchis”. Delfina, por su parte, abrió un burdel en San Francisco del Rincón, al que llamó “Guadalajara de Noche”, igual que el tugurio defendido con la sangre de su hijo.
Todo era miel sobre hojuelas para “Las Poquianchis”. Los lugareños habían hecho de esos antros de vicio los más famosos de la región. La codicia y ambición de “Las Poquianchis” no tenía límites y las autoridades disfrutaban de las ganancias a través de los generosos sobornos.
Entonces el gobernador Juan José Torres Landa prohibió la explotación de mujeres y en 1962 las autoridades municipales de León decidieron cerrar todos los burdeles y cantinas de la ciudad. Al ver “Las Poquianchis” su negocio clausurado atendieron únicamente el “Guadalajara de Noche”. Con una serie de trucos continuaron su clandestina actividad. Tenían enganchadoras de jovencitas en varios lugares de la región. Con el manejo de un solo burdel las utilidades declinaron y decidieron quedarse con veinte mujeres, las más jovencitas y atractivas.
Por su parte, María Luisa González Valenzuela, la menor de las hermanas, se fue a Matamoros, Tamaulipas, donde abrió su propio burdel y Delfina “La Poquianchis mayor” les propuso comprar un rancho llamado Loma del Ángel para continuar con el negocio. Ahí llevarían a las que ya no servían “porque estaban viejas” (las que pasaban de los 20 años de edad), donde quedaron prácticamente secuestradas.

El horror

A mediados de enero de 1964 fue el principio del fin. Ernestina Mancilla no soportó el encierro ni la ausencia de atención médica especializada “había contraído una dolorosa enfermedad”, y fue encerrada. La dejaron morir de hambre. El 9 de enero “Las Poquianchis” ordenaron que fuera sepultada en el rincón más apartado de la finca. Otra mujer enfermó de peritonitis al comer cacahuates después de varios días de ayuno y fue llevada hasta el segundo piso, “para que tomara baños de Sol”, asegurándole que de esa forma sanaría. La infortunada jovencita extrañamente cayó de la azotea y murió. Les dieron clandestina sepultura, aumentando así las muertes y el terror para las esclavas sobrevivientes.
Fue cuando Catalina Ortega se las arregló para escapar y llegó hasta donde su madre, Virginia Martínez de Ortega, quien pidió la intervención de la policía. Uniformados y judiciales, que por suerte no estaban en la nómina de las lenonas, arribaron primero al burdel “Guadalajara de Noche”, en San Francisco del Rincón, y en seguida al rancho Loma del Ángel. Ahí rescataron a 12 mujeres sucias y desnutridas. Periodistas y policías no daban crédito a lo que sus ojos miraban. Una estela de horror se levantaba ante ellos.
Las mujeres hablaron del sufrimiento que enfrentaron. Las historias eran increíbles, pero allí estaban agonizantes las pruebas vivientes de la maldad de las lenonas. Las niñas María Mejía y Trinidad Hernández, de 14 y 15 años de edad, relataron cómo las secuestraron en Guadalajara y La Piedad y cómo las violaron los sirvientes de “Las Poquianchis”. Narraron que las golpeaban y dejaban desnudas las capataces Ester Muñoz, Guadalupe Moreno y Adela Mancilla.
Sorprendió el caso de Adela: había sido enganchada con engaños en Guadalajara y trabajó como prostituta durante varios años. Se hizo comadre de María de Jesús y terminó como su ayudante incondicional a tal grado de que hasta ayudó a enganchar a su hermana Ernestina Mancilla, a la que mataron y sepultaron en el rancho.
Las otras capataces también se hicieron prostitutas. Guadalupe era golpeadora y usaba un palo con un clavo en la punta. La comida se reducía a unos cuantos frijoles y tortillas duras...
¿Por qué no pidieron ayuda? ¿Por qué no escaparon? Eran las preguntas hechas a las jovencitas liberadas. “Tenían comprada a la policía. Nadie se quería meter con ellas y los castigos por desobedecer eran terribles”, era la respuesta. Arrodilladas en gruesa arena, con los brazos extendidos en cruz y un ladrillo en cada mano, era uno de los castigos más leves. Las garrotizas era cosa de todos los días.
Mujer que ya no servía a “Las Poquianchis” era aniquilada con frialdad, pero antes era sometida a un sinfín de horrores. Algunas eran enterradas aún con vida. Pero la mayor tortura para muchas de las mujeres encerradas era que les quitaran a sus hijos recién nacidos. Muchos fetos fueron hallados enterrados en los patios de los tugurios. Hasta en las piezas donde vivían sus víctimas, las malvadas hermanas mandaban construir fosas comunes para enterrarlas. Cuando las hermanas advertían que alguna de las mujeres estaba embarazada, de inmediato les daban a tomar un té y les golpeaban el abdomen hasta hacerlas abortar.
Ana María Mejía Jiménez sólo tenía 13 años de edad, era otra de las víctimas que casi desfallece al narrar el horror que vivió. En una ocasión se negó a complacer a un cliente que estaba muy borracho. La celadora Adela le puso una golpiza con un palo que casi la mata. La muchachita lloraba incontroladamente. En unos meses su vida pueblerina, al lado de su madre y sus hermanitos se había transformado en una verdadera pesadilla, que comenzó con la brutal violación de Salvador Estrada y Francisco Camarena, empleados de “Las Poquianchis”. Las lenonas también hacían misas negras donde sus jóvenes prostitutas eran violadas una y otra vez.
Las lenonas vendían a cabaretes del Bajío a las jovencitas secuestradas y según los requerimientos y “la percha” de las muchachas era el costo; desde 600 hasta mil pesos por las más bonitas, de mejor cuerpo o vírgenes.
Los empleados y choferes de las lenonas, Salvador Estrada (recibía a las jovencitas y las violaba antes de ser entregadas en los burdeles), Enrique Rodríguez, Francisco Camarena y José Facio Santos, confesaron que por órdenes de las “señoras”, torturaron, sepultaron clandestinamente y trasladaron por lo menos unos veinte cadáveres. Y dijeron que el excapitán de la policía Hermenegildo Zúñiga era “el hombre fuerte” de las hermanas y servía para toda clase de “misiones”. Hacía las veces de guardián y protector de las arpías.
El 14 de enero de 1964 se destapó la cloaca de “Las Poquianchis”. La ley les cayó en su burdel, dadas las constantes quejas de los pobladores de San Francisco del Rincón. Con la información obtenida, la policía encontró cuando menos diez cuerpos sepultados. El comandante Miguel Ángel Mota Ayala (quien tiempo después murió ejecutado) y el MP Gerardo García, de San Francisco del Rincón, calcularon que “Las Poquianchis” eran culpables, por lo menos de 30 muertes, 20 inhumaciones clandestinas y del secuestro de 100 mujeres.
Delfina, siempre fue la más audaz, hasta simuló un intento de suicidio para llamar la atención y tratar de obtener privilegios en la prisión y la compasión de los jueces. El juicio, en las primeras semanas, tanto en San Francisco del Rincón, como en León, fue un espectáculo en el que las acusadas fueron insultadas y hasta hubo intentos de linchamiento. La presencia y el estado de las víctimas despertaba sentimientos de violencia contra las autoras de tal atrocidad. El pueblo enardecido quería matar a las arpías, que negaban sus culpas.
Delfina y María de Jesús fueron sentenciadas a 40 años de prisión y sus sirvientes a penas menores diversas. Después apareció Luz Ramos Aréchiga, quien se presentó voluntariamente cuando supo que las autoridades ofrecieron repartir entre las víctimas las propiedades de las lenonas. Ella había sido plagiada por “Las Poquianchis”, pero cuando se aclaró que terminó como colaboradora de ellas, la castigaron con 26 años de cárcel. Las hermanas fueron recluidas en una cárcel de Irapuato, donde en una remodelación del penal, Delfina recibió un golpazo en el cráneo al caer accidentalmente un bote de hojalata con 30 kilos de mezcla. Su agonía duró 15 días, víctima de fuertes dolores, y confesó a un sacerdote que “sólo dos personas habían muerto en la granja, pero ninguna por asesinato”. Murió llorando.
María de Jesús pasó muchos años en la prisión y se dice que, lejos en el tiempo y del drama de 1964, salió libre ya muy vieja y se perdió en el anonimato. Nadie supo más de ella... Carmen, la contadora, murió de cáncer antes que se desatara el escándalo. Y María Luisa, quien afirmaba no tener nada que ver con los negocios de sus hermanas, se presentó en LA PRENSA para pedir justicia. La enviaron a prisión a Guanajuato y allí enloqueció por sus temores a ser linchada. El escándalo tuvo secuelas. A Josefina Gutiérrez García, condenada a siete años de prisión por lenocinio en Jalisco, le elevaron la pena a 30 años “porque mandaba mujeres a las hermanas González Valenzuela”.
LA PRENSA dio amplia cobertura de este hecho y las principales páginas de los diarios daban cuenta del espantoso caso que conmocionaba a la sociedad mexicana de la época. Pero hace tres décadas la población no era la misma de ahora, en la que decenas de “Poquianchis” han aparecido en el escenario social. Este caso inspiró a cineastas como Felipe Cazals, quien realizó “Las Poquianchis”, o a escritores, como Norma Lazo (Sin Clemencia), Carlos Manuel Cruz Meza (Blog Escrito con Sangre) y Ricardo Ham (México y sus asesinos seriales), entre otros, a narrar a su estilo esta cruda historia.
También Jorge Ibargüengoitia escribió “Las Muertas”, en 1977 y dijo que en el caso hubo muchos embustes. Seguramente que se dijeron muchas mentiras en San Francisco del Rincón, pero ¿Cómo negar a tantas mujeres famélicas, víctimas de esclavitud extrema, así como los restos a flor de tierra de mujeres y niños que no tuvieron oportunidad de serlo? La única verdad es que muchas jovencitas, algunas niñas, vieron rotas sus ilusiones quinceañeras y escolares. Cierto fue también que muchas fueron secuestradas a las puertas de su escuela para ser llevadas al infierno de “Las Poquianchis”, bajo la corruptela y complicidad de las autoridades. Y ni qué decir de la angustia sufrida por muchas madres que no vieron regresar a sus hijas plagiadas. Así, a más de 40 años de distancia, queda el triste recuerdo y testimonio de las víctimas, registrado en nuestros archivos policíacos como uno de los casos más espeluznantes de la historia del crimen en México.

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